La Sierra Nevada de Santa Marta, es el hogar de los Arhuacos, Una comunidad de amerindios que tienen su propio idioma y su propio gobierno. Son muy espirituales y han sufrido mucho desde la imposición de los Capuchinos en el siglo pasado, con todos los atropellos que trae la civilización, si es que se le puede llamar al robo y al saqueo de sus tierras.
De alguna manera me vi involucrado en un viaje a esas tierras con el fin de hacer un documental en video, para conocer más sus necesidades y cultura. Me acompañaba en mi viaje el misionero residente en la zona.
Me compré unas botas de una marca famosa y tan costosa, nunca había usado ese tipo de calzado, pero como iba para la montaña me aconsejaron que era lo mejor llevar un par de buenas botas.
Me recibió el misionero en Valledupar, tomamos un campero, una hora y media más tarde estábamos en el hotel de doña Lucy en Pueblo Bello, el municipio más cercano a la Sierra y desde donde se podía tomar un transporte para subir hasta Nabusimake, el asentamiento indígena, que en otro tiempo fue ocupado por los curas.
Esa noche descansamos del viaje, y soportamos el humo del cigarrillo de doña Lucy, pues las habitaciones las separaba un tabique de madera, porque el techo era compartido. La mañana era muy clara, el aire demasiado puro para mis contaminados pulmones de ciudad, y finalmente nos embarcamos en una Toyota blanca de estacas. Ocupé el asiento junto al chofer y atrás iban varios indígenas con toda la mercancía que le cabía al machito.
No recuerdo bien si fueron seis horas, por una vía que parecía el lecho de un río, varias veces temí por mi vida, pues me vi casi rodando por los barrancos. Finalmente llegamos al asentamiento, visitamos algunas familias, hicimos las tomas respectivas, logramos unas fotos bellísimas, pues en ese lugar para donde uno apunte la cámara, salen fotos espectaculares. De pronto...
Sentí una picada en un talón...mis pies gimieron de dolor, me quité la bota derecha y tenía una “ñoma”, ampolla gigante que el cuero nuevo del calzado había arrancado sin misericordia. Me quité la bota izquierda y también la piel se había desgarrado. Me asusté, porque los pies se me habían hinchado y con esas dos “loras” en los jarretes no podía ni caminar.
Estábamos a muchas horas de viaje de mi casa, y cómo la añoraba. El misionero me consiguió unas chanclas y así pude terminar mi trabajo para regresar al hotel. Luego, en la ciudad compre unos zapatos Hevea una talla más grande, para mis sufridos pies.
Yo miraba las botas con resentimiento, porque, cómo era posible que un calzado tan caro y tan fino me había jugado tan mala pasada. Bueno, miré al misionero y le pregunté: ¿Usted cuánto calza? Me dijo 41, exactamente mi talla. Entonces se las puse en la mano y le dije: Son suyas, Dios se las mandó fue a usted, no a mí.
Algunos años más tarde me encontré con Ricardo quien así se llamaba ese hombre de Dios, y me contó que las botas le duraron más de siete años, que le sirvieron todo ese tiempo; pasando ríos, subiendo a la montaña, y siempre me recordó por las "Ñomas" y por las botas.
Espere más historias de misiones.
Hasta luego.
Alonso
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Alonso Zuñiga Peñaloza.
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